El
último gran saxofonista vivo de los grandes grandes, de los que se pueden
contar con una mano, de los que fueron y todavía son, es sin duda Sonny
Rollins. No hará falta que mencione que esta leyenda viva del jazz tiene ya 82
primaveras, casi me atrevería a decir 82 otoños a estas alturas, y que
simplemente el hecho de seguir en activo ya es, cuando menos, impresionante.
La
última vez que tuve el placer de presenciar una actuación del Sr. Rollins fue
hace cinco años y por entonces ya andaba achacoso, caminaba completamente doblado
y en continuos vaivenes, componiendo el dibujo de su espalda arqueada y las curvas
del saxo una curiosa imagen cuando el músico entraba en movimiento, con un
balanceo titubeante y arriesgado que hacía pensar que seguramente sería la
última vez que tendría la posibilidad de verlo tocar. Pues bien, cinco años
después, puedo afirmar que estaba equivocado. Sonny sigue en perfecta forma
musical, desgaste vital aparte.
El
pasado martes 20 de noviembre ofreció una muestra más de su talenteo en el
precioso Palau de la música catalana de la ciudad condal. Primero salió la
banda, sin Sonny, Clifton Anderson (trombón), Saul Rubin (guitarra), Sammy
Figueroa (percusión), Bob Cranshaw (bajo) y Kobe Watkins (batería), dejando un
respetuoso espacio para que ese primer gran aplauso que haría temblar los
cimientos del Palau fuese total e indiscutiblemente para el mítico soplador. Fue
como un…“Con ustedes Mr. Sonny Rollins” ¡Qué privilegio poder oir esas
palabras!
El
inicio ya fue prometedor con un Rollins enchufado a su música potente que dejó
claro que todavía no había dicho su última palabra sobre los escenarios y que,
al menos esa noche, aguantaría los 105 minutos de directo. Cada vez que Rollins
se acercaba el saxo a la boca el Palau se venía abajo. Cada solo, cada
intervención, era jaleada por el respetable con verdadera locura. Y Sonny
estaba enchufado, de eso no había duda. Sin embargo, he de reconocer que no es
el Rollins que vi en 2007. Estos cinco últimos años no han pasado en vano y,
ahora, el gran Sonny Rollins es la imagen de un músico por vocación, la imagen
del amor a la música por la música en sí misma. Si bien sus intervenciones
gozan de la misma electricidad de siempre, ya que cuando Sonny Rollins ataca su
saxo el sonido es directo y contundente, no diré que como siempre pero casi, se
nota que los solos están un poquito más espaciados entre sí y que, durante las
intervenciones individuales de sus compañeros de escenario se reserva un tanto,
pero todos los que allí estábamos juramos guardarle el secreto. Aún así, cada
vez que toma protagonismo una nueva racha de brillantez desenmascara a una bestia
que parecía dormida. Y digo bien si digo bestia, porque con el saxo en la boca
a Sonny Rollins le sale la bestia que lleva dentro y, mientras lo mantiene así,
dejando que su incontinencia pulmonar reviente de sonido el ambiente, nadie
duda de que sigue siendo el mismo Sonny.
En
todo momento se le ve feliz de tocar, de conectar con el público, de calentarse
junto con la audiencia. No para de hablar entre tema y tema a pesar de
arrastrar la voz y, para mí, hacerse ininteligible en algunos momentos. Pero el
público le ríe las gracias, le aplaude, lo hace sentirse cómplice, sentir que
gusta, que todos disfrutan tanto como él. Por supuesto que no deja de levantar
el puño, de animar más que el primero, de mantener una nota, soltar el saxo con
la otra mano y jalearnos a todos, pedirnos más y dejar muy claro que estamos en
una fiesta y que él se lo está pasando muy bien. Y por lo menos yo sentí que,
con ese calor que le estábamos dando (y no hay mejor manera de darle calor a un
músico como Sonny Rollins que vi-vi-en-do-su-mú-si-ca en directo) le estábamos
devolviendo lo que durante toda su carrera él nos había dado a todos nosotros,
en sus grabaciones, en sus conciertos, en su presencia durante décadas en las
listas personales como referente inconfundible del saxo tenor.
Ni
que decir tiene que cuando sonaron los primeros compases de “My one and only love” supe que en ese
instante viviría uno de los momentos en concierto que recordaré con más cariño
el resto de mi vida. El eco del tenor de Rollins ascendió como si un líquido
mágico entrara en ebullición y se evaporara por los vericuetos del escultural
marco escénico del Palau de la música hasta llegar directo al corazón. Sólo con
eso ya había valido la pena estar allí, pero Rollins insistió en retorcerse
sobre el instrumento (no deja de ser curioso que sólo cuando toca su columna se
endereza y su cuerpo vuelve a la forma original) y perderse en improvisaciones
geniales ante un grupo de músicos esperando ver qué nueva chispa saltaba del
genio.
No
diré que fue un concierto espectacular, pero las emociones, el ver a Rollins
una vez más, suplieron lo que le faltaba para llegar al sobresaliente y
cubrieron las carencias de un trombonista menos contenido que Anderson o de un guitarrista
más “caliente” que Rubin.
En
líneas generales no estuvo mal y lo
mejor fueron los momentos, sin duda. Lástima que el público que tanto
contribuyó a la fiesta al principio perdiera su fuerza al final de la
actuación. Ni siquiera hubo bis, los aplausos continuaron al terminar el
concierto hasta que los músicos salieron a saludar y ya todos parecieron darse
por satisfechos. No pidieron más, no aplaudieron más, no “obligaron” a Sonny a
darnos un poquito más. Incluso pude ver, atónito como más de uno y más de dos,
antes de acabar el concierto, cual partido de fútbol medio resuelto, se fueron
marchando o colocándose a tiro de la escalera para salir pitando. Será que el
que escribe está demasiado bien acostumbrado a otro tipo de público, n´est pas?
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