sábado, 24 de noviembre de 2012

Sonny Rollins en el Palau - Festival de jazz Barcelona 2012


El último gran saxofonista vivo de los grandes grandes, de los que se pueden contar con una mano, de los que fueron y todavía son, es sin duda Sonny Rollins. No hará falta que mencione que esta leyenda viva del jazz tiene ya 82 primaveras, casi me atrevería a decir 82 otoños a estas alturas, y que simplemente el hecho de seguir en activo ya es, cuando menos, impresionante.

La última vez que tuve el placer de presenciar una actuación del Sr. Rollins fue hace cinco años y por entonces ya andaba achacoso, caminaba completamente doblado y en continuos vaivenes, componiendo el dibujo de su espalda arqueada y las curvas del saxo una curiosa imagen cuando el músico entraba en movimiento, con un balanceo titubeante y arriesgado que hacía pensar que seguramente sería la última vez que tendría la posibilidad de verlo tocar. Pues bien, cinco años después, puedo afirmar que estaba equivocado. Sonny sigue en perfecta forma musical, desgaste vital aparte.

El pasado martes 20 de noviembre ofreció una muestra más de su talenteo en el precioso Palau de la música catalana de la ciudad condal. Primero salió la banda, sin Sonny, Clifton Anderson (trombón), Saul Rubin (guitarra), Sammy Figueroa (percusión), Bob Cranshaw (bajo) y Kobe Watkins (batería), dejando un respetuoso espacio para que ese primer gran aplauso que haría temblar los cimientos del Palau fuese total e indiscutiblemente para el mítico soplador. Fue como un…“Con ustedes Mr. Sonny Rollins” ¡Qué privilegio poder oir esas palabras!

El inicio ya fue prometedor con un Rollins enchufado a su música potente que dejó claro que todavía no había dicho su última palabra sobre los escenarios y que, al menos esa noche, aguantaría los 105 minutos de directo. Cada vez que Rollins se acercaba el saxo a la boca el Palau se venía abajo. Cada solo, cada intervención, era jaleada por el respetable con verdadera locura. Y Sonny estaba enchufado, de eso no había duda. Sin embargo, he de reconocer que no es el Rollins que vi en 2007. Estos cinco últimos años no han pasado en vano y, ahora, el gran Sonny Rollins es la imagen de un músico por vocación, la imagen del amor a la música por la música en sí misma. Si bien sus intervenciones gozan de la misma electricidad de siempre, ya que cuando Sonny Rollins ataca su saxo el sonido es directo y contundente, no diré que como siempre pero casi, se nota que los solos están un poquito más espaciados entre sí y que, durante las intervenciones individuales de sus compañeros de escenario se reserva un tanto, pero todos los que allí estábamos juramos guardarle el secreto. Aún así, cada vez que toma protagonismo una nueva racha de brillantez desenmascara a una bestia que parecía dormida. Y digo bien si digo bestia, porque con el saxo en la boca a Sonny Rollins le sale la bestia que lleva dentro y, mientras lo mantiene así, dejando que su incontinencia pulmonar reviente de sonido el ambiente, nadie duda de que sigue siendo el mismo Sonny.

En todo momento se le ve feliz de tocar, de conectar con el público, de calentarse junto con la audiencia. No para de hablar entre tema y tema a pesar de arrastrar la voz y, para mí, hacerse ininteligible en algunos momentos. Pero el público le ríe las gracias, le aplaude, lo hace sentirse cómplice, sentir que gusta, que todos disfrutan tanto como él. Por supuesto que no deja de levantar el puño, de animar más que el primero, de mantener una nota, soltar el saxo con la otra mano y jalearnos a todos, pedirnos más y dejar muy claro que estamos en una fiesta y que él se lo está pasando muy bien. Y por lo menos yo sentí que, con ese calor que le estábamos dando (y no hay mejor manera de darle calor a un músico como Sonny Rollins que vi-vi-en-do-su-mú-si-ca en directo) le estábamos devolviendo lo que durante toda su carrera él nos había dado a todos nosotros, en sus grabaciones, en sus conciertos, en su presencia durante décadas en las listas personales como referente inconfundible del saxo tenor.

Ni que decir tiene que cuando sonaron los primeros compases de “My one and only love” supe que en ese instante viviría uno de los momentos en concierto que recordaré con más cariño el resto de mi vida. El eco del tenor de Rollins ascendió como si un líquido mágico entrara en ebullición y se evaporara por los vericuetos del escultural marco escénico del Palau de la música hasta llegar directo al corazón. Sólo con eso ya había valido la pena estar allí, pero Rollins insistió en retorcerse sobre el instrumento (no deja de ser curioso que sólo cuando toca su columna se endereza y su cuerpo vuelve a la forma original) y perderse en improvisaciones geniales ante un grupo de músicos esperando ver qué nueva chispa saltaba del genio.

No diré que fue un concierto espectacular, pero las emociones, el ver a Rollins una vez más, suplieron lo que le faltaba para llegar al sobresaliente y cubrieron las carencias de un trombonista menos contenido que Anderson o de un guitarrista más “caliente” que Rubin.


En líneas  generales no estuvo mal y lo mejor fueron los momentos, sin duda. Lástima que el público que tanto contribuyó a la fiesta al principio perdiera su fuerza al final de la actuación. Ni siquiera hubo bis, los aplausos continuaron al terminar el concierto hasta que los músicos salieron a saludar y ya todos parecieron darse por satisfechos. No pidieron más, no aplaudieron más, no “obligaron” a Sonny a darnos un poquito más. Incluso pude ver, atónito como más de uno y más de dos, antes de acabar el concierto, cual partido de fútbol medio resuelto, se fueron marchando o colocándose a tiro de la escalera para salir pitando. Será que el que escribe está demasiado bien acostumbrado a otro tipo de público, n´est pas?

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